Mímesis

Quiero creer que la envidia nos es ajena. Que no pertenece a nuestra esencia. Que es algo aprendido. Y es que la risa, por ejemplo, se contagia. Se pega. Logra ese efecto espejo en el interlocutor. Incluso en terceros. Lo mismo ocurre con las variantes de la risa, como son las sonrisas y carcajadas. Con la pena, también. Los ojos que se empañan a menudo tienen el poder de humedecer otros. No sé. Es un poco lo que ocurre con el cine, ¿no? Quién no se emocionó junto con Totó en el final de Cinema Paradiso. Quién no rio con Matt Damon cuando Robin Williams improvisó aquella escena en la que hablaba de los pedos que se tiraba su mujer. Quién no bailó con Gene Kelly (al menos por dentro) en su número I’m singing in the rain. Quién no se estremeció con Jack cuando Rose contestó: “A las estrellas”. Quién fue incapaz de recordar, al igual que Frodo, el sabor de las fresas tras tan amargo viaje. Quién no sintió junto a Rick que siempre quedará París. Quién no deseó, a la vez que Guido, hacerle el amor a la persona amada, durante toda la vida, delante de su casa. Quién no sintió el peso de los años en sus huesos cuando el mismísimo Drácula confesó: “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte”. Sí, eso logra el cine, el efecto mímesis. Así lo quiso el ser humano cuando lo engendró. Lo mismo ocurre con las emociones per se, fuera de la gran pantalla. Por eso quiero creer que la envidia es aprendida, que no forma parte de nuestra esencia, como sí lo hace la empatía.